Ella no se despedía. No te decía -bueno mirá no funcionó, te deseo lo mejor-, o, -siempre nos quedará París...-
Ella te regalaba un libro, que dependía de sus últimos descubrimientos (sobre ella, claro está) y entonces uno tenía que interpretar por el título o alguna reseña personal sobre el autor, o el color de la tapa (ni hablar si era verde... el verde era el color de su furia) lo que nos quiso decir, y que así se iría de nuestra vida para dejarnos entre un mensaje oculto en letras y hermosos recuerdos que ella misma se había encargado de inventar porque así quería ser evocada, ejemplos: ella colgando las cortinas en nuestra casa, ella encremándose antes de acostarse, ella guardando caramelos en mi mochila, ella regalándome una postal vieja, etc.
Y uno, después de tanta imagen de ella con ella, terminaría por comprender que su amor fue una suerte de composición de cuadro. Y que lo mismo daba llorar o no, porque ella nunca fue real.
Eso sí, era mágica. Estaba hecha para desaparecer.
miércoles, 18 de noviembre de 2009
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