ARACA SUR es un espacio artistico que surge ante la necesidad de vivir y difundir nuestra identidad. Por un lado como habitantes de la geografía del sur del mundo, de Latinoamérica, de Buenos Aires. Por otro, ARACA SUR, también participa del sentimiento de sentirse o "ser" al sur como elección y no sólo como determinante de una ubicación geográfica.
O apenas un recorte personal de nuestra Historia intrincada al margen de un río barroso.





miércoles, 28 de octubre de 2009

extraña combinación, o no tanto, es esta curiosidad, mezcla con tedio. este apostar con la carne hasta dónde llega la pose y dónde se comienza a bordear otra cosa.
como si se pudiera señalar lo real. el dolor es real. pero hasta el dolor se deshace con el agua.
y se ofrece ansiedad como flores. o se besa un espejo frío.

domingo, 11 de octubre de 2009

"La Peripecia" de Eliana Medero y Rafael Walger

Había algo rancio en el aire. Pero esta vez no se trataba de los viejos trucos secándose al sol. Ni podía ser el cuero de eso que aún no despertaba.
Decidió esperar alguna señal de furia, la que no llegaría hasta mucho después. Repasó Yuyo Verde como un mantra: “de tu país ya no se vuelve, de tu país ya no se vuelve”.
Estaba decidido. Abrió el gran baúl, lo vació de puntillas, sábanas y manteles. Detalladamente fue escogiendo una a una las cosas que llevaría: un lápiz, un atado de papeles, un cuchillo que le regaló su padre, un vaso y un plato de lata, sus tres camisas, un par de zapatos que le regaló su madre y nunca usó, una frazada que creía olvidada. Viendo qué llevar encontró una caja con fotos. Sin mucha curiosidad tomó la caja mientras recordaba aquellas palabras que había escuchado en medio de alguna objeción, hacía varios años ya, y que, ahora, parecían sonar a revelación: "si necesitamos ver fotos de lo que fuimos, estamos jodidos". En un acto casi mecánico, fue pasándolas todas sin detenerse en ninguna en especial, como si las decenas de fotografías fuesen exactamente iguales. Así que las dejó, ya nada valía más que su decisión. Tomó unos cassettes, una almohada, una botella de vino y cerró el baúl. Le puso unas cinchas y lo cargó en su espalda. En su cuello colgó su grabador de sólo un bafle Panasonic, lo prendió y los Beatles inundaron sus ojos. Empezó la marcha.
Descubrió que el calor era capaz de despertar los sentimientos más miserables que, con no poco esfuerzo, había estado evitando. Se sintió de pronto agotado cuando comprobó que en la calle todavía algunas personas parecían esperar algo de él. Pensó: "y, bueno, no te gustan los Beatles... a mí tampoco me gustás vos, y acá estamos mirándonos las caras." Masticó puteadas cuesta arriba por la calle adoquinada. Lennon le decía: I am the eggman, they are the eggmen. I am the walrus, goo goo g'joob.
Su marcha era constante, hacia arriba. El baúl golpeaba las copas de los frutales y las naranjas caían. Las naranjas se pudrirían al sol. Él sólo quería buscarse.
Pero, ¿por dónde empezar? ¿Cómo se busca un hombre cansado de su hombre? ¿Dónde detener la mirada, dónde ya nunca más? Pendulaba entre el asco y la incertidumbre, pero nunca en el arrepentimiento.
Pensó en el vino. La idea de beber le amortiguó por un rato el peso en la espalda. Intentó creer que repasaba ideas que luego escribiría, pero sabía que muy poco o casi nada de todo aquello sobreviviría cuando se detuviera. Porque entonces tendría que cuidarse, y mucho, porque ya no era cuestión de detenerse en cualquier sitio.
El sudor, las lágrimas y la baba se mezclaban en un rastro dudoso. Cuando quiso darse cuenta ya estaba en cuatro patas. Se sintió elefante y ratón. Se sintió puta y cliente, verdugo y ahorcado. Se sintió único y repetido. Camino en cuatro patas media calle más hasta que el viento lo sacudió de flores… "Bang! Bang! Maxwell's silver hammer came down upon her head, Clang! Clang! Maxwell's silver hammer made sure that she was dead!!!” Vio los pies más hermosos jamás vistos...
"No. No pueden estar ahí. ¿Qué hacen estos pies en mi camino?" se dijo. Sabía que empezaría a dudar si aceptaba su curiosidad. Pero también sabía que no podía perder ya nada más. ¿O sí?
Por un segundo trató de idear cuál sería la mejor manera de parecer digno de de esa cercanía. Pero lo que manejaba esos pies definitivamente parecía más resuelto que él.
Dudó en incorporarse. El anillo que abrazaba el dedo en ell pie de esa presencia le aseguraba tormentos y frustraciones, como también, probablemente, placer y juventud.
Vio sus piernas doradas, su pollera de seda verde, sus manos cargadas de ganas. Y vio su ombligo, se detuvo ahí.
“Hola” le dijo ella con su voz de pasto recién cortado.
"Y encima habla" dijo en una voz suficientemente baja y cobarde. Entonces fue cuando tuvo que mirarle los ojos. Si no hubiera tenido ojos tal vez hubiese sido mejor, porque esas dos bolitas parecían encaprichadas en pegotearse sobre su miseria para desenmascararlo, o al menos para burlarse un buen rato. Y él lo sabía. Sabía que algo superior llegaría para destruir su no plan.
Perdido en el mar de sus ojos negros, quiso responder el saludo pero cayó de espaldas. "Lucy in the sky with diamonds" flotaba en un viaje interminable al ridículo. Quedó como tortuga tomando sol. Ella se le acercó, sonrió. Su cadera rozó su brazo y se marchó. Él pasó toda la tarde y la noche boca arriba sobre el baúl, caminado constelaciones.
Si fue real o no, qué importaba. Sin duda se trató de un accidente del universo.
Los bichos en su cabeza le roían las ideas.
Lo redimió comprobar que la botella de vino aún estaba intacta, había permanecido toda la noche debajo suyo.
Antes de incorporarse sintió al tiempo pasar por su lado izquierdo. Una cosquilla feliz lo devolvía a la vida, se retorcía de realidad.
Desenganchó las cinchas y cayó al suelo. Rápidamente abrió el baúl y tomo la botella, sacó el corcho y bebió, bebió todo de un trago. Se cambió la camisa, tomó el cuchillo y estrenó los zapatos. Se alejó tres pasos del baúl, lo despidió y se marchó.

Definitivamente, la ligereza era toda una religión a profesar.
El vino ondulaba en su estómago, se sentía casi en paz. Escarbó en sus bolsillos, tal vez podría procurarse algo de comida en un lugar barato, y hasta sentarse a una mesa para mirar por la ventana cómo pasan, repetidas, las horas.
Volaba… Todo le daba lugar, todo lo saludaba y él saludaba a todo con sonrisa de nuevo novio. Y sin embargo, ¿quién era esa mujer y dónde encontrarla? ¿cuántas mujeres como esa existirían?.
Las mujeres nunca habían sido parte de sus mejores recuerdos. Es más, si se tiene en cuenta una cierta que mal le habría pagado su amor, podría decirse que no le cabía mucha fe en ese tipo de existencia.
De todas maneras, un poco por aburrimiento y otro tanto porque tenía que procurarse algún tipo de vida más o menos convincente, siempre terminaba siendo un reincidente. Pero esta vez era distinto, o eso quería creerse. Quería no repetir los detalles de aquel fantasma en cada vestido nuevo. Quería ser sólo él. Un hombre, o lo que quede de él.
Entonces masticó sus voces, las devolvió a su letargo y miró pájaros. Una sana envidia lo alcoholizó, empezó a correr e intentar volar. Entre patético y envidiable daba saltitos y aleteaba, hasta llego a graznar un par de veces. Luego de un rato sintió despegarse del suelo.
Pensó que otra existencia tenía que ser posible. Que si el quería podría ser pájaro, zapato o esquimal. Sólo tenía que sentirlo. El creerlo llegaría sólo.
Levantando una ceja logró ver una ventana con alegres cortinas movidas por el viento. Viento que le señalaba y le decía: "acá pollo al horno con papas, batatas y zapallo". Caminando en esa dirección el viento le dijo: "acá hogar, mesa y sillas, cama con acolchado". Ya casi en la puerta el viento le dijo "¿usted quién es?" Miró hacia abajo, impostó levemente la voz y respondió: "ahora soy sólo hambre". Lo creyó y entró. Experimentó una vaga sensación de pertenencia o compañerismo, allí todos iban a lo mismo. Un poco de la rutina diaria, en el mejor de los casos, la de meterse algo en el estómago para cumplir aunque más no sea con una función vital.
La casa era chica. Nadie le preguntó nada. Le hicieron un lugar en la mesa. Le sirvieron una pata con su muslo, papas, batatas y zapallo "El viento no se equivocó" pensó. Comió sin levantar la vista. Escuchaba a los demás comer, pero no se atrevía a mirarlos.
Cierto es que habría preferido la pechuga, pero no tenía ganas de alterar demasiado el orden de lo que la providencia le estaba ofreciendo. Se sentía arrojado al azar, pero a la vez, dueño como nunca de sus mínimos pasos. Las batatas, en cambio, podrían ser las mejores que había probado en su vida. Precisamente terminaba de comerse la última cuando algo le pateó la pierna. Cabeceó rápido y descubrió que en la mesa había sólo mujeres. Todas hermosas y de distintas edades. Todas lo miraron y coreográficamente le sonrieron. El apetito por la comida fue reemplazado súbitamente por otro más pulsional. Se vio tigre rodeado de ciervas. Una escena que algo superior le estaba ordenando dirigir, o al menos actuar pronto, antes de que se dieran cuenta.
En el apuro empezó diciendo: "estuvo delicioso..." Ahora la sonrisa de las mujeres estalló en una carcajada colectiva más violenta de lo esperable. Tuvo miedo, sintió que lo había arruinado todo. Pero las carcajadas siguieron al ritmo en que fueron retirados los platos, y terminaron con la llegada del postre: gelatina.
Las mujeres lo miraban fijamente, él sentía claramente pánico. ¿Cuál ficha mover? De a una, fue mirándolas a todas. Una le asintió con la cabeza, como diciendo "comé, comé". Con su mano tomo un poco de gelatina y la comió. Ellas comenzaron a codearse y a cuchichear.
"Es en vano" pensó, "cualquiera será la incorrecta, como lo son todas cuando el pulso vuelve a calmarse". Algo le decía que ese lugar era el templo de su cobardía, que allí podría encontrar pseudo-respuestas a todo.
Empezó a ponerle precio a las sonrisas, todas tan baratas y sin embargo tan caras le saldrían a él, que luchaba con su dignidad, que se rasgaba el alma sin saber bien para qué, pero con cada vez más indicios de para qué no.
Tiró los dados de su vergüenza y sumaron cinco. Contó de izquierda a derecha "uno, dos, tres, cuatro, cinco". Miró a la ganadora de sus miserias, una mujer que tendría la edad justa. Tembló. Inventó una invalidez en el reglamento de dados mentales, algo que lo excusara y le diera chance de tirar nuevamente. Lo hizo. Cinco. Pero justo cuando se decidía a tomar envión para realizar algún gesto de evidente complicidad con ella, escuchó por primera vez allí, la voz de un hombre. "Buenas -dijo- soy Justo Morales, ¿el grabador es suyo? Vea, sucede que la radio de aquí no funciona desde hace días, y... bueno… si no lo toma a mal, ¿no me dejaría encenderla un rato?"
Por algún motivo esa voz le acalambró el alma. Morales tenía en su mano la Panasonic de un bafle. ¿Cómo sabía ese hombre que el aparato era suyo? Él ya había olvidado su existir. Había olvidado el existir de casi todo.
No llegó a responder que en la radio ya se escuchaba Sandro. Quedó como hipnotizado, un aura de profundo romanticismo lo envolvió al mirar a la número cinco. Pero, ¿qué tendría que ver el tal Morales con ella? Lo mejor sería aclarar las intenciones con él, indagarlo, sellar la complicidad con ella. Por un momento creyó que allí comenzaba el gran juego.
"Sandro… como Elvis pero argentino… je…" Nadie sonrió. Se escuchó hasta el ruido de una estrella morir. Morales movió el dial y lo dejó en una sintonía evangélica.
Era la sobremesa. En la habitación todo olía a pollo. Número cinco le ofreció un cigarrillo. "¿Quiere?" Tenía dedos largos, finos y medio verdosos. "Soy Emilse. Rosario (señalando a una de las maduras), Mercedes (que podría llegara a ser la hermana mayor de Emilse, por el parecido), y ellas son Lala y Lele (andarían entre la niñez y la brutalidad).
"No fumo" respondió, y todas lo miraron incómodas. Morales le trajo un café en un cacharro de metal. Emilse no sabía si prender el cigarrillo o no, ella no fumaba pero le prendía los cigarrillos a Morales. "Chicas, pongan cómodos a los señores" dijo Rosario. Lala y Lele atendieron a Morales; Emilse y Mercedes, a él.
Mercedes le trajo un cenicero de lata con la propaganda "pida su café con gotas de 3 plumas".
Emilse, después de recoger los platos, se perdió por un pasillo. Mercedes le dijo al oído: "me parece que quiere que usted la siga... pero tómese el café tranquilo", y se instaló en una cocina improvisada detrás de la mesa para ponerse a fregar en una palangana los vasos, cubiertos y platos.
"El camino del señor esta lleno de tentaciones" dijo Morales mientras Lala y Lele reían. "El asunto es encontrar el punto exacto, como la cuerda floja… ¿Cuál es su nombre?” “¡¡¡Ayyyy!!!” Mercedes se cortó la mano al rompérsele un vaso y la sangre inundó la palangana.
Siempre fue un hombre de reflexión más que de acción, así que se quedó impávido viendo cómo se coloreaba el agua. Lala corrió a ver el corte mientras Lele buscaba un repasador limpio. Sólo atinó a alargar un poco el cuello para mirar con más detalle, gesto que quiso ser interpretado por Mercedes como preocupación, de manera que ésta le dijo: "No es nada. Viene bien, así se va la sangre vieja. ¿…le impresiona?"
"No, estoy acostumbrado." ¿De dónde sacaba esas respuestas? ¿Por qué nadie lo golpeaba por ser tan nada? "Vaya pal fondo mi amigo, yo me quedo con las nenas" le dijo Morales. Lo de "las nenas" le quedó en la cabeza mientras se incorporaba y comenzaba a andar el camino hacia Emilse. Divisó el pasillo y fue hasta él. Antes de cruzar el umbral, volvió a relojear la sala. Pero ya nadie reparaba en él. A medida que avanzaba en sus pasos, un olor a incienso se hacía más intenso. Lo mismo que una melodía que conocía perfectamente "I cant give you anything but love" por la mismísima Billie.
Emilse... recordaba su cara espléndida y sus manos casi verdes. Lo sorprendió no recordar su cuerpo.
No encontró puerta para golpear, sólo había una cortina de gasa. El incienso lo purificaba. Entró al cuarto y vio un colchón en el suelo, algunas velas sin prender, y un gran espejo manchado frente al colchón. No vio a Emilse, pero sabía que estaba ahí.
Fue directamente al colchón. Se acostó sin dudarlo cómo si hubiese estado esperando ese momento con urgencia. Hacía un poco de calor.
Lo último que vio antes de cerrar los ojos fue una mancha de humedad en el techo que tenía forma de copa. Le pareció todo un augurio.
Escucho el caminar de Emilse, la percibió arrodillándose en la punta de la cama.
Ella le quitó los zapatos y con una aceite frío le frotó los pies. "Con esto me doy por hecho" se dijo, flojo, a sí mismo. Emilse le quitó su harapiento pantalón y lo dejó en calzones.
Sintió el leve pudor de quienes quedan a mitad de la desnudez. Sintió pena por ella, porque nada podía ofrecerle más que su cuerpo allí tendido para recibir todo de esa mujer verdosa que le tocaba los pies, y un poco de lo que habría en el lugar de los que todavía tienen alma.
Ella empezó a cantar con una voz de violín. Avanzó hacia el pecho de él, le desabrochó la camisa y comenzó a frotarlo. Él creía no poder soportar tanto contacto. Escuchaba su canto y oía también historias que se tejían en su mente
Creyó que lo mejor sería no decir nada, dejarla hacer. Tampoco pudo evitar pensar que tendría que haber un error, que de ninguna manera ese momento místico podría haber sido planeado para él.
Y hasta llegó a pensar (mientras ella le lamía las muñecas como en un ritual) que tal vez ella lo mataría, pero ¿para qué, por qué? Que él no sabía nada de esa gente, que por qué ella le lamía las muñecas y no lo besaba o lo montaba... Y también estaba la sospecha sobre ese cuerpo, jeroglífico femenino, al que no sabía aún si llegaría a acceder.
Se sintió hociqueado, lamido como un hueso. Se preguntó si todo eso estaría bien. Olas de mueres-perro verdosas rompían unas con otras en el maremoto de su conciencia, y él se ahogaba cada vez más.
Hasta que se dio cuenta que ella se había detenido, la escuchaba respirar a su lado derecho. No se puede estimar cuánto tardo en abrir los ojos, pero lo hizo. La vio mirándolo con ojos casi vacíos. Se sorprendió de no encontrarla desnuda. Una suerte de camisón o enagua beige demasiado traslúcida le decía que ahora era su turno de hacer.
Bañado en sudor, no sabía cómo empezar. Se daba cuenta que nunca había tenido sexo, siempre lo confundía con el amor. No podía poseer una mujer si no la enamoraba. Esta era su oportunidad de separar las aguas y no sabía cómo. Torpemente cerró sus ojos y besó sus labios.
Ella simplemente se dejo besar. Ella no estaba ahí siendo besada. Ella estaba para que la besaran. Pero él sólo sentía su deseo y una ferocidad creciente que no fue correspondida. Recién entonces la volvió a mirar y se apartó un poco para verle toda la cara. Emilse no parecía inmutarse por la decisión. Es más, aprovechó para tenderse boca arriba en el colchón. Tal vez miraba la copa de humedad en el techo cuando le dijo:
"No sé si irme ahora o más tarde... ¿me ayudás?" Él sintió abuso, sintió vergüenza, sintió hastío y amargura, sintió cansancio y castigo. Sintió tanto que logró llorar. Miró las paredes y miró sus propios bordes. Extrañó su baúl y sus pequeñas certezas. Se paró y decidió ser cruel. "Yo sé mucho menos que vos; de todo, no sé nada" le dijo. Se vistió rápidamente y besó la frente de Emilse con el mismo apuro con el que salió de la habitación. Dejó el cuchillo (regalo de su padre) en la mesa, a modo de paga por la comida. Rosario, Morales y las otras lo miraron extrañadas. "No sé si hay mucho en este camino pero yo voy por más" les dijo, o se dijo a sí mismo. Salió rápidamente se la casa. La vergüenza lo impulsaba hacia cualquier rumbo. Tal vez hacia la mujer que lo enamoró en la calle, la de la voz de pasto recién cortado.
Se sentía miserable pero igual emprendió algo así como una búsqueda. De todas maneras ningún destino es mejor que otro, sobre todo en su caso, en donde el absurdo y el hastío parecían seguirlo como sombras.
Recordaba el anillo en el pié y la pollera de seda verde cuando creyó descubrir que, tal vez, el conjuro para que se aparezca habría sido "Lucy in the sky...". Lamentó no haberse llevado la radio.
Las piernas aguantaban. Rasgando sus mejillas con lágrimas peregrinas, avanzó por ciudades e indómitos carnavales. Miró mujeres diosas, mujeres hambre, mujeres madres, mujeres gordas, gordas de aguante, gordas de espera... "¿Qué es el día si no es amor?" se condenó. Y una niebla lo vistió a él y a sus miedos.

Sin embargo, con el tiempo, la palabra amor empezó a deshilacharse en su cabeza. Y la desesperación dio lugar al tedio, en la forma de una furia triste. Por momentos, las mujeres y los sánguches de sopa fueron lo mismo. Dejó de pensar en soportarse y casi creyó aceptarse. Pero siempre entre él y su paz encontraba bichos comiendo.

Fue un largo camino que lo llevaría siempre al mismo lugar: lo que no es real y pesa sin forma.
Un año entero pasó desde que comenzó su marcha. Todavía se repetía a veces "¿por que no puedo besar una mujer amor?" La búsqueda no parecía ayudarle a encontrar un sólo vértice donde dejar de pasarse la mano por el lomo.
Lo verdaderamente cruel era que creía encontrar guiños del destino en las más bajas arbitrariedades de lo que él llamaba, inútilmente “señales”. Una vez, por ejemplo, estuvo corriendo detrás de un auto, en cuya radio se oía la contraseña beatle, esperando que la canción la hiciera aparecer. Pero sólo consiguió un esguince y dos ganchos volados de izquierda-derecha, cuando el conductor advirtió un posible robo.

Su errante camino de tan cruzado se hizo llano. Y al fin no buscó más. Nada más.
Se acostó en una plaza y contempló el sol, maravillosa esfera que se daba toda y nada le pedía. Cerró los ojos y empezó a bañarse por dentro, capturando los olores de la plaza. Se inventó una primavera. Quiso cantar pero ninguna letra recordó, aunque una música en su cabeza lo invitaba a crear letra. La dejó salir. Sonreía y se sorprendía. Era algo así: "voy sin vos, voy con sol, todo verde alrededor, todo sin sabor."
Realmente le hacía mucha gracia. Se reía con toda su vida. Las carcajadas eran un ruido estrepitoso, como espasmos de bestia. Sin duda, empezó a ser advertido por los paseantes.
Nunca le había interesado el reggae (a penas podía identificar el ritmo), pero ahora era, sin quererlo, el mayor de los rastamanes. Bailaba en el suelo, cantaba y reía "voy sin vos, voy con sol, todos bailan alrededor, todo sin amor". No creía en lo que cantaba, pero le salía bien. Era auténtico y ridículo.
Algunas noches dormía en esa placita cercana al puerto. Un par de veces, de mañana, en su delirio creyó ver un rostro familiar entre la gente, pero desayunado por el sueño y la desidia, no prestó atención.
Los fines de semana había feria. Sin saber que era domingo, se acercó hipnotizado por los colores. Los feriantes ya lo tenían visto. Todos tenían una historia diferente sobre él, que fue un militante aguerrido y se entrenó en la isla; que es un multimillonario en banca rota; que no es de acá y fue un refugiado muchos años... Hasta alguien que confesó: “la verdad no sé quién es, pero a veces canta y me gusta, lo tienen que oír."
Se acercó a mirar el puesto de un artista que pintaba óleos con motivos de tango. Las imágenes supieron cómo afectarlo. Sintió claramente la pena de no haber sabido abrazar nunca a ninguna mujer de esa manera. Una nostalgia bruta lo envolvió y los colores terminaron de herirlo. La boca se le fue abriendo casi hasta el piso, y de a poco se fue convirtiendo en "el grito" de Munch. Todo él eran espatulazos de óleo. La espalda desnuda de una rubia tomada por la mano de un hombre sin rostro. Y los labios carmín, brillando con la seguridad del beso más preciso...
"Señor, esa señora lo busca" le dijo una niña tirándole de los pantalones. Giró su cabeza, aún con el rostro de Munch. Una mueca de falso desdén le cambió el semblante. Pero los ojos eran otra cosa. Eran gelatina de miedo puro. En algún sitio de su miseria la ansiedad volvía a crecer.
"Se burla, ¿quién podría buscarme?" Quiso dudar como si esos pensamientos pudieran hacer un conjuro contra el dolor.
La niña se rió al ver las muecas del hombre. Él buscó con su mirada de holocausto quién sería aquella persona. Y la vio... Le vio las piernas doradas, la pollera de seda verde, y sus manos cargadas de ganas. El odioso anillo abrazando el dedo de aquél pie. Le miró el rostro, el mismo que había dejado de imaginar hace tiempo y que era una invitación al olvido de todo lo que sobra.
Le bastó un segundo decidirse a confirmar si era real, porque no podía terminar de creer que haya tenido la bondad de presentarse tal cual la conservaba su memoria. La miraba sonreír, tan fresca, desoyendo tal vez presagios, que no pudo más que agradecer la crueldad de haberla encontrado. Ella retrocedió dos pasos cuando el avanzó uno, con la complicidad de los que juegan.
Mirándola sintió al fin tocar su centro. Ella parecía comprenderlo todo con su sonrisa. Se volteó y comenzó a caminar. Él flotaba tras ella, bebiendo su perfume. Ella llegó a una esquina y se detuvo para cruzar. Él le tocó el pelo y era suave como llovizna. Ella se dedicó a dejarse tocar. Reanudó la marcha y él, detrás, agradecía cada roce de su pollera.
"¿Por qué me seguís?" se despachó ella, seca, mientras se recogía el pelo con un broche de carey. Lo perturbó la inquisición, pensaba que todo estaba claro, que por fin se habían encontrado, que ella seguramente también lo habría estado esperando...
Ella le dejó el silencio para que él hiciese, realmente parecía no tener apuro en escuchar la respuesta.
"Porque quiero" dijo seguro. “Qué sé yo…”, remató y le tomó la mano. Él comenzó a caminar más rápido que ella, con mucha decisión. Estaba dispuesto a ser hombre: "haré de mi cerebro la hembra de mi espíritu y de mi espíritu el varón de mi cerebro" se dijo a sí mismo. Pero su caminata no tenia destino claro. Ella, detrás, tapaba risitas con la otra mano.
Algún dios piadoso puso pronto frente a ellos una escalera al río, y él lo agradeció besando la mano que apretaba. La invitó a sentarse en el primer escalón de arriba. Ella parecía fascinada y sin edad, más precisamente, sin tiempo.
Ambos miraban intermitentemente el horizonte y sus manos.
Pasó un rato hasta que volvieron a descubrirse.
Estaba todo tan claro que pensó que no haría falta nada más. Pero, por suerte, no se creyó mucho el engaño y la tomó suavemente por la nuca. La besó.
Un cardumen de sensaciones recorrió sus labios, su lengua y toda su columna. Una explosión de novedades lo descontroló.
El beso lejos estaba de ser “un beso”. Más bien fue un pacto necesario, sellado por el río. Una alteración más en el orden del mundo, pero para su mundo era la claudicación. Sabía que en el mismo instante en que dejara de besarla algo se habría roto. Que habría traspasado los límites de su abismo.

Alzó la mirada y soltó media sonrisa.
Sin miedo, sin pensamiento, y sin ella.
No le quedó ni la duda.